21/5/11

salvador dalí

Nuevos síntomas epidémicos

 EL INTERROGANTE ACERCA DE QUE SE ENTIENDE POR SALUD MENTAL

Si para la ciencia médica el síntoma es signo de una enfermedad, para el psicoanálisis el síntoma es goce. Si bien se consulta cuando el padeciente lo vive como un desorden, que va en contra de sus ideales, el síntoma es un funcionamiento necesario.

Por Graciela Giraldi *
Los disertantes abrieron el interrogante acerca de qué entendemos por salud mental, considerando que la OMS no dispone de una definición oficial científica, aunque sí opone los términos salud mental a las enfermedades nerviosas. Si bien el criterio de salud mental carece de consistencia epistémica, se emparenta en cambio con el orden público y el control social. Para el sentido común, alguien que carece de salud mental es aquél en quien no se puede confiar el cuidado de un niño.
En la perspectiva psicoanalítica la salud mental no existe, en tanto los humanos estamos marcados en nuestro cuerpo y en nuestros pensamientos por las palabras, nos sostenemos en la vida con nuestros pequeños delirios, y sin llegar a ser psicóticos estamos todos un poco locos.
Pero lo fundamental que nos diferencia de las máquinas y de los animales salvajes que responden a un programa instintual, es que los seres hablantes no tenemos un programa para vivir la vida y por ello hacemos síntomas, los que son funcionales en tanto resultan diversos modos subjetivos de tratar lo insoportable. Según se aborde la cuestión del síntoma, se puede aliviarlo o cronificarlo.
Hoy día, es común que si un chico presenta problemas en la escuela se diga apresuradamente: síndrome de hiperactividad, sin que nadie le pregunte al niño: ¿qué te está pasando? En cambio, se lo medica y se lo re educa. Desde las neurociencias y las psicoterapias cognitivistas y del adiestramiento de la conducta, la salud mental se organiza excluyendo la subjetividad del paciente. De allí que se quiera abortar al síntoma: anorexia, bulimia, problemas de aprendizaje escolar, adicciones tóxicas, fenómenos psicosomáticos, angustia de pánico, autismo infantil, degradándolo a un trastorno (ADHD, TOC, síndrome de Asperger) o a una disfunción o a alteraciones de la conducta, de la inteligencia, de la alimentación.
Los rótulos de fenómenos disfuncionales, sin preguntarse por el sufrimiento del niño, no son diagnósticos, en tanto el arte de diagnosticar se apoya en el caso por caso. Y la mayor paradoja es que cuando se ataca al síntoma se desemboca en su cronificación.
Hablar de subjetividad en el síntoma implica que se está dividido y que muchas veces se goza de lo que se dice sufrir; por ejemplo, quien bebe compulsivamente sabe que debe dejar la botella porque le hace mal, pero no puede dejar porque su bien o su goce es tomar. Sabe que el alcohol le hace daño pero su satisfacción la encuentra allí. O la niñita que entiende que haciendo berrinches no logra la atención y el amor de sus padres, pero no puede dejar de hacer escándalos en público.
Si para la ciencia médica el síntoma es signo de una enfermedad, para el psicoanálisis el síntoma es goce. Se goza del síntoma. Y si bien se consulta cuando algo del síntoma se desanuda y el padeciente lo vive como un desorden o una disfunción que va en contra de sus ideales y de sus sueños, en sí mismo el síntoma es un funcionamiento necesario. No hay subjetividad ni civilización sin síntomas.
Como al niño lo traen sus padres a la consulta, ellos nos hablan angustiados o desesperados sobre lo que consideran el sufrimiento de su hijo. Pero también tendremos que localizar qué dice el niño sobre cuál es su padecimiento. Siempre se consulta empujado por un sufrimiento, cuando hay un mal uso del síntoma o se tiene una relación enferma con el síntoma. Quedó formulado por los participantes al final de la conversación, profundizar en las siguientes preguntas, las que quedaron abiertas para seguir pensando y debatiendo: 1) ¿Podemos hablar de diferentes niños y síntomas de acuerdo a su nivel social?, 2) El abuso sexual infantil, ¿por qué hoy día se muestra naturalizado?, 3) ¿La violencia se manifiesta cuando no se aceptan las diferencias con los demás, o este fenómeno de agresión incentivado en nuestra época va más allá de eso?
* Psicoanalista miembro de la Escuela de Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis.
Fragmento de la ponencia en las XXVIII Jornadas de Actualización Pediátrica de la Sociedad Argentina de Pediatría filial Rosario.
 

Efectos del sistema punitivo

LIMITES DE LA NEUROPSIQUIATRIA Y LA PSICOLOGIA PARA PENSAR LA DELINCUENCIA

Más allá de la indudable significación social y normativa del castigo, la ley penal es un instrumento político. El ejercicio de poder propio del discurso
jurídico penal sigue estando al margen de cualquier legalidad y legitimidad.
 Por Juan Pablo Mollo*
Con tipologías y diagnósticos, la neuropsiquiatría y la psicología del comportamiento, adhieren a una concepción deficitaria y patológica del individuo que transgrede el orden social. Sin embargo, el delincuente no padece un trastorno antisocial de la personalidad ni es un psicópata impulsivo, ni tiene baja tolerancia a la frustración, ni desadaptación a las normas o inmadurez emocional (los psicoanalistas incurren en el mismo error cuando sitúan la causa de la delincuencia a partir del complejo de Edipo). En efecto, cuando el delincuente es definido a partir de un déficit neurológico, psíquico o social, inmediatamente es ubicado como un individuo diferente y contrapuesto al ciudadano que respeta la ley. Un inconveniente de tales explicaciones positivistas (y legitimadoras del sistema penal) consiste en evitar interrogarse por la existencia de una motivación subjetiva, moral, religiosa, social o política por parte del autor responsable de un acto considerado delictivo. Sin embargo, el desacierto mayor de tales investigaciones en su conjunto es omitir los efectos del poder de criminalización del sistema punitivo y las consecuencias del mercado en relación con la delincuencia.
El castigo penal
Una concepción jurídico?social bien arraigada en el mundo Occidental está basada en la abstracción de la ley y la prohibición: el pacto social sería el reflejo de una voluntad común donde los miembros de una sociedad acuerdan lo que está bien y lo que está mal (si la ley es igual para todos, los delincuentes son enemigos de la sociedad). Por otra parte, desde una perspectiva sociológica, las penas legales son parte de la socialización y un mecanismo que asegura la realidad social. E incluso, desde un enfoque estructuralista del universo jurídico, la ciencia del derecho constituiría el basamento del orden social y la subjetividad misma. Sin embargo, más allá de la indudable significación social y normativa del castigo, desde el surgimiento del poder punitivo en el siglo XII, la ley penal es un instrumento del poder político (Foucault, Michel, La verdad y las formas jurídicas, Editorial Gedisa, Barcelona, 1996). Y en resumidas cuentas, el ejercicio de poder propio del discurso jurídico penal sigue estando al margen de toda legalidad y legitimidad (Zaffaroni, Eugenio, En busca de las penas perdidas, Editorial Ediar, Buenos Aires, 2009).
Responsabilidades
La responsabilidad subjetiva a la que se refiere el psicoanálisis no cuenta para nada en el sistema penal y debe distinguirse de la teoría criminológica de la elección racional que reflota el enfoque utilitarista de los actos delictivos como una conducta calculada que intenta maximizar los beneficios. Tal enfoque considera que el delincuente es un oportunista racional y que el problema del delito es una cuestión de oferta y demanda, donde el castigo funcionaría como una tarifa (Garland, David, La cultura del control, Editorial Gedisa, Barcelona, 2005). El énfasis simplista en la responsabilidad individual a partir de la grilla de la economía política conduce directamente al endurecimiento del castigo como elemento de disuasión (y a los profesionales de la salud mental a transformarse en agentes de seguridad que evalúan riesgos). Ahora bien, para el psicoanalista el delincuente, como cualquier sujeto, es responsable de sus actos (Lacan, Jacques, Introducción teórica. Escritos I, Editorial Siglo XXI, Buenos Aires, 1988). Inversamente, el criterio operativo del sistema punitivo es la peligrosidad (que la agencia judicial disfraza de culpabilidad), y su función es seleccionar delincuentes por lo que son, serán y pueden ser; es decir, el sistema punitivo no castiga actos delictivos sino a individuos peligrosos. (Foucault, Michel, op cit). Si bien el Derecho Penal se interesa teóricamente por el sujeto y su responsabilidad; en la práctica, el sistema punitivo y la política criminológica en su conjunto (la policía, el procedimiento judicial y la prisión) están vacíos de todo contenido ético.
*Miembro EOL.
 

“Al fin y al cabo es mi vida”

SOBRE LA PELICULA QUE NARRO LA HISTORIA DE RAMON SAMPEDRO

El español Ramón Sampedro, tetrapléjico, fue el primer ciudadano en su país en requerir formalmente el suicidio asistido. La petición le fue denegada en sucesivas instancias judiciales. El 12 de enero de 1998, Sampedro concretó ese propósito, asistido por una amiga. Sobre su historia se filmó la película Mar adentro, dirigida por Alejandro Amenábar. El análisis de ese film que se publica en esta página es un adelanto exclusivo del libro Cine y psicoanálisis, que acaba de presentar la editorial Letra Viva, donde Hugo Dvoskin ofrece su mirada sobre varias películas emblemáticas.

 Por Hugo Dvoskin *
“No quiero que estéis de acuerdo, quiero que me escuchéis.”
Ramón Sampedro
Sampedro, a quien dios le ha jugado una mala pasada, está postrado en la cama. Cuadripléjico, hace ya veintiocho años, ha organizado una vida dentro de su habitación. El golpe que su cuello ha dado contra el fondo del mar ha hecho que ya no pueda moverse. El –por su parte– ha decidido, salvo excepciones, no ser movido. Su vida transcurre escuchando la radio, dando indicaciones, recibiendo ahora los cuidados de la mujer de su hermano, proponiendo algún invento, soñando con vuelos hacia el mar y con los pocos secretos que se pueden tener y guardar si uno no puede contar con sus miembros inferiores y superiores. No lo han privado del gusto, la vista, el olfato y de las sensaciones táctiles en el rostro. Con las manos, la columna y los pies tiesos, ha perdido la movilidad y el sexo. Su cerebro funciona y piensa. Piensa en eso. Piensa en los cuidados de su cuñada, piensa en la vida que pudo haber tenido, la que casi tiene, la que no tiene. Piensa y piensa. Las horas pasan entre pensamientos. Piensa en morir. Se piensa casado con la muerte. Nos preguntamos desde cuándo es este enlace, cuándo la vida se le ha tornado indigna, sin valor. ¿Desde el accidente? Vayamos despacio y dejemos lugar a algunas conjeturas para este personaje del cine que ha sido alguien en la vida real.
Sampedro no tiene cuerpo, aunque no por eso deja de ir de cuerpo. Sus movimientos digestivos, que el director ha tenido la delicadeza de no mostrar, subyacen todo el tiempo, aunque el espectador no sea convocado a mirar ahí, como el lugar en que la vida cotidianamente lo humilla. Allí están su hermano, que le dirá que el cuidado que le ha brindado le ha arruinado la vida, y la cuñada, que –ya hemos dicho– lo cuida, lo cuida demasiado si eso es posible en ese estado. Ese cuidado lo mantiene alejado de que otros/as lo cuiden a él. También están el sobrino –que sintetiza los tres sobrinos que tuvo en vida– y el padre, que subraya que “peor que se muera un hijo es tener un hijo que quiere morir”. Acertadamente, falta la madre.
El director relata, en off, que la película supone tres años en relación con el tiempo vivencial que supone para el protagonista. El comienzo es varios años antes de que suceda la muerte. Pero no tan atrás como para que aparezca el tiempo en el que la madre vivía. La película nos revela que se ha muerto hace algunos años. Es un dato impreciso, sutil, que nos remite a la película Atando cabos, porque detrás de ese dato, apenas esbozado, se juega un enigma en el que hay que descubrir la pieza faltante. La madre ya no está y quizás esto se encadena a ese otro enigma que se plantea desde el comienzo: ¿qué es una vida digna? Lo que a todas luces es obvio es su deseo de morir... a la luz de una madre faltante nos convoca a interrogarnos ¿desde cuándo? A la madre cabe considerarla un representante posible de los cuidados, de modo que una vida en la que un sujeto no ha podido, no ha sabido o en la que no ha tenido la posibilidad de organizar una metáfora de la madre, la vida se convierte en indigna. Aquí no resulta sencillo dialectizar la posición del sujeto. Este mecanismo, a la vez, explica algunos de los acaeceres que suceden en la vejez, aparentemente inexplicables para otros, que exigen del anciano que debe disfrutar del no hacer. Habitualmente cada quien se constituye en una metáfora suficiente de la madre, se presta los cuidados básicos, se da de comer a sí mismo, se higieniza, se moviliza por cuenta propia para los grandes y los pequeños desplazamientos, carga con sus objetos propios. Cuando por algún motivo esto no sucede, se supone que es una situación provisoria. En algunos casos, el “sí mismo” puede desplazarse y el sujeto acepta que una parte quede a cargo de otros. De hecho, cuando se trata de medios de transporte, todos y cada uno aceptamos ser trasladados por otros; en situaciones médicas aceptamos que los cuidados queden temporariamente en manos de otros. Será cuestión de cada quien, el punto donde ese traslado de las autonomías se hace intolerable, donde ese no tener madre o no ser madre de uno mismo hace de la vida una in-dignidad.
Sin monedas
La estructura se sostiene en la medida en que el sujeto confrontado con el dilema de “la bolsa o la vida” abandona la bolsa para tener la vida, accede al deseo con el costo de perder algunos goces. Esa operación, sin embargo, no es sin llevarse algunas monedas de la bolsa, sin algún contrabando. Es la vía para poder quedarse con los goces que suplen el Goce que no hay por efecto de haber perdido la bolsa. La vida, entonces, también podría transformarse en in-digna bajo la forma de la miserabilidad cuando sólo se tienen monedas para contar las monedas que no se tienen.
Lo cierto es que en vida, a Sampedro sus monedas no le son suficientes para “salvar la distancia de dos metros” que lo separan de una mujer. Y es eso lo que él querría, salvar esa distancia... y es imposible. “Siempre me despierto, siempre estoy muerto, para seguir enredado entre tus cabellos”, escribe Ramón en la poesía que hará de despedida.
Abandonado a su suerte por el Otro, la pulsión acéfala hace vivir al sujeto en pesadillas. “La vida se ha transformado en una pesadilla”, dice. Y de las pesadillas el sujeto quiere despertar. Aquí “sin el Otro” no supone fin de análisis. Pues lo que está en juego no es la experiencia de estar advertido de que el Otro no existe, sino la de haber sido abandonado, sin monedas.
Sampedro frente al mar y ante el temor de perder aquella mujer de la que nada sabemos había decidido jugarse casi todas las monedas que le quedaban. Ahora decide jugar la última que le queda, trascender con su decisión. En esa moneda le van “la vida y la muerte” y dará lugar a ese deseo de tener algo que decir: que aunque no estén de acuerdo, lo escuchen. Gene y el libro serán testimonio. “Morir para vivir” era un título posible de la película. Título que va en línea con la contradicción con la que se encontró Sócrates cuando aseveraba que era mortal y la historia ha demostrado que su nombre no lo era.
Ramón queda lejos, cada día más lejos, de los versos parafraseados de Amado Nervo, “vida nada me debes, vida estamos en paz”. No está a mano con la vida porque la ha malgastado, no está en paz porque paz es lo que le dará la muerte y ha perdido control sobre su existencia, que intenta recuperar con la eutanasia. El viaje que la película intenta representar (dice el director: “La película es un viaje”) ha quedado transformado en un sueño traumático en el que el sujeto ha perdido movilidad. Por eso, para Sampedro, despertar de la pesadilla en la que vive necesariamente implica quitarse la vida.
Sampedro se ha accidentado a los veinte años al arrojarse al mar queriendo impresionar a una chica que lo está por dejar; o tal vez actuando algún duelo no realizado por los hijos que no ha tenido con ella, a los que el protagonista hace una ligera referencia. Hombre de mar, se lanza sin calcular la resaca. Ya en el aire, tras su audaz lanzamiento, advierte que no sabe qué está haciendo en el aire. Algunos pensarán que ese “suicidio” anticipa este otro que se instituye bajo la forma de matarse, no sin los medios –de comunicación–. Otros dirán simplemente que ha sido un mal cálculo, que hay pedanterías que se pagan caras y que, además, las terminarán pagando otros. ¿Acting? Una salida para volver a entrar... de la peor manera. ¿Pasaje al acto? Alguien que ha fracasado en el suicidio y ahora insiste. No tomaremos partido, pero dejaremos planteadas las dos hipótesis, que también podrían ser concurrentes en cuanto llevan a un mismo sitio y no porque se trate de eclecticismos ni porque supongamos que haya un poco de cada. Los caminos llevan a ese enlace decisivo y definitivo con la muerte. En todo caso, no es sólo por ser tetrapléjico que se suicida. Ya sea que eso estuvo antes, ya sea que algo ha sucedido en esos veintiocho años, o ya sea que ya han pasado esos años y para él es suficiente. Pero cualquiera de esas tres variables se suma a la de tetrapléjico, que, entonces, no es la variable única.
No sin decisión
Los tiempos se aceleran, los preparativos empiezan a cerrar el circuito y la posibilidad de presentarse en la Corte para que autorice la eutanasia comienza a ser probable. Pero estar en el escenario de los jueces es empezar a tener poder sobre las decisiones. Si la Corte decide negativamente, como de hecho lo hace, del lado de los que demandan queda la insistencia de poder decidir sobre el propio destino sin posibilidad de ejercerlo. Dicho de otro modo, insistir no supone decidir. Pero podría ser que los jueces dijeran “sí”. En ese caso, no hacerlo podría dejar a Sampedro como un cobarde por no querer quitarse la vida. O como un payaso. O matarse por temor a esos escenarios. No es el caso de Sampedro. ¿Pero acaso le creen quienes lo acompañan? Ha llegado el momento de averiguarlo. Gene, la militante de la organización política que defiende el derecho a decidir, lo llama y le ofrece detenerse. Le propone que no decida por miedo, por miedo no cabe decidir perder la vida: “¿Te lo pensaste bien? No lo decidas por nosotros”. Pero Sampedro está casado con la muerte, no es una decisión por otros ni será un acto generoso. Ya hemos dicho que no podemos más que conjeturar algunas hipótesis sobre ese enlace: si ya antes de saltar, si porque ha saltado, si porque su madre se ha muerto. Le pide a Gene que no lo traicione... “tú también, Gene mía”, le dice parafraseando a Julio César. Si la frase de Gene es comparable a la de Brutus es porque para Sampedro no acompañarlo en su decisión de morir es asesinarle la única vida que tiene, aquella que se sostiene en su decisión de quitársela. Gene hace las veces de hija adoptiva (su sobrino y Rosa lo son afectivamente), sobre ella recae lo que Sampedro tiene para transmitir, el legado que se desprende del recorrido que ha hecho en vida y que su enlace con la muerte es serio. Es un casamiento que tendrá película y audio para los jueces y la televisión (el cajón de Sampedro fue colocado en las alturas y el pueblo participó del entierro). “No hay muertes dignas”, dice el médico House, un héroe de nuestro tiempo televisivo. “Hay vidas indignas”, respondería Sampedro. Sampedro dispone de una sola moneda, la de la “vida indigna”, y él, que es hombre de mar, decide tirarla por la borda. Se jugó casi todas en el momento que se lanzaba para ser visto. Quizás atribuía a esa mujer, que lo dejó en sus años juveniles y que suponía poder recuperar con su tirada al mar, mayor valor que el de todas las monedas con las que contaba. No habrá sujeto ni analista que pudiera estar en condiciones de juzgar y decidir el valor de las monedas que al otro le han quedado y de las cuales dispone.
En ese proceso, se enamora de Julia o Julia y él se enamoran. Incluso se le propone un segundo libro. Sin embargo, esa publicación y esa muerte no lo son sin la muerte inminente como objeto. Si “Entre el hombre y la mujer hay el amor. Entre el hombre y el amor hay un mundo. Entre el hombre y el mundo hay un muro” (Tudal, Antoine. Citado por Lacan en las conferencias de Saint Anne, 1972), entre Sampedro y Julia está la muerte y sin la muerte no hay amor para ellos. Si para el director la película “da ganas de vivir”, esas ganas sólo sobrevienen por la decisión de matarse. Sin la decisión ya tomada de quitarse la vida, no hay posibilidad para él de reencontrar la intensidad de ese afecto con alguien en particular, aun cuando anteriormente estaban sus poesías, que demuestran que no era un sujeto que se caracterizara por la insensibilidad.
Si se trata de forzar la supuesta dignidad a vidas que para los propios sujetos ya no la tienen, la curia no podría estar ausente. Un cura también cuadripléjico y su silla de ruedas hacen su aparición. Verdades que en la película se esconden en ironías son dichas por estos hombres de la religión que odian la interrupción de embarazos pero condenan impiadosamente a los niños a las peores vidas, que están contra la eutanasia y que proponen “un apego incondicional a la vida”, pero siempre han aprobado y ejecutado de las formas más sanguinarias la pena de muerte, que además cargan sobre sus espaldas con las torturas hasta la muerte y los juicios de la Inquisición. Pero de todos modos el cura dice sus verdades. Dice, aunque duela infinitamente, que el amor que esa familia le da a Ramón no alcanza para que quiera seguir viviendo. Y si nuestra hipótesis –vinculada con la muerte de la madre– tiene algo de cierto, el cura dice que nadie ha podido remplazarla... aunque no dice que nadie podría hacerlo, tampoco Dios o la Iglesia.
El diálogo es picante. Es entre la libertad y la vida. Es la propuesta del cura de poder compartir el infierno en el que vivimos. Claro que el cura, nuestro inocente cura, ha sido engañado con una versión patética de Pascal: nada en esta vida, todo en la próxima. Pero en ésta, la nada de goce que a veces es difícil de acreditar en los analizantes cuando dicen “no disfruto nada de la vida”, en el caso de Sampedro y su colega de paraplejia, el cura, la vida ha tomado un formato en el que esa frase sería creíble. El cura asevera que el padre, o la Santa Iglesia, le han provisto de algunas monedas con las que dice poder arreglarse. A falta de madre, al menos el Padre lo ha convencido con promesas posiblemente falsas. Pero está convencido. Y aquí la eutanasia, como la interrupción del embarazo, no es obligatoria.
Los tiempos de la modernidad han logrado crear una nueva contradicción entre religión y derechos civiles. Cabe leer ahí un progreso cultural. El cura lo lleva a su punto extremo y lo postula: “Una libertad que elimina la vida no es libertad”. Sampedro, casado con la muerte, advertido de la falta de libertad para acceder a algún goce gana –a nuestro gusto– la partida dialéctica: “Una vida que elimina la libertad no es vida”, y ya hemos dicho antes que en estos diálogos fílmicos la curia siempre pierde.
Con Rosa
Volvamos a Gene y a ese momento que podrá ser emotivo para el espectador pero no para Sampedro. Para él, la situación es delicada, Gene es ligeramente pusilánime y su posición podría ser leída como antesala de traiciones peores, como tal vez pueda ser leída la de Julia. Porque Julia, por decisión, por cobardía o por la enfermedad, vuelve a trazar las líneas del abandono que ya ha delineado su novia. Forzadamente acompañado en la vida entonces, desde que su novia lo ha dejado y su madre ha fallecido, empieza a quedar solo a la hora de morirse. Así se lo irán diciendo cada uno de los que en la vida de postrado lo han acompañado: Julia, su hermano, su cuñada, la iglesia y ahora un poco también Gene, la ideóloga. Para Sampedro, estar solo con la muerte es quedarse sin la muerte porque necesita de alguno/s que lo acompañe/n porque solo con ella no puede. A la muerte, al menos metafóricamente, podrá abrazarse. Y sin la muerte, con quien se piensa enlazado, no hay esponsales ni amada.
El no está dispuesto a amar a una mujer en este estado porque amar a una mujer sería amarla para no poder amarla; sí está dispuesto a un compromiso afectivo, a brindar alivio de la tragedia de la vida cotidiana a quien lo acompañe en su vida, que es la de recorrer el camino de morirse. Rosa, en un acto de amor que nos recuerda a Sara en Adiós a Las Vegas cuando entrega la petaca, lo lleva a su casa, desde donde se puede ver el mar sin hundirse ni romperse el cuello. Mar adentro vuelve a ser una vivencia, visual, y no un sueño con el que se escapa cada noche del infierno de la vida diurna ante la imposibilidad de ejercer uno de los derechos que supone la condición humana, el derecho a ser dueño de la vida.
El amor con Rosa entonces, aunque no sea un amor atravesado por las pasiones, ni un amor con esperanzas, sostiene un entusiasmo que, paradójicamente, logra dignificar la existencia. Si este niño vive en la pesadilla, Rosa se toma el trabajo materno de acompañarlo en el despertar para calmar tanto sufrimiento.
* El texto es un capítulo del libro Cine y psicoanálisis (ed. Letra Viva).

Niños desafiantes

PSICOLOGIA DEL “MALEDUCADO”

Son esos niños a los que se atribuía “mala conducta” o “mala educación”; hoy algunos los rotulan como “trastorno negativista desafiante” o “trastorno oposicionista”. La autora sostiene que esa conducta “abarca problemáticas muy diferentes”, y la vincula con determinaciones familiares y sociales.

 Por Beatriz Janin *
“Alan tiene siete años. No respeta las reglas de la escuela, contradice a la maestra, desafía a las autoridades. Debe tener un problema orgánico. ¿No necesitará medicación?” “Pedro tiene cuatro años; discute todo lo que se le dice, se pelea con los otros chicos y se enoja cuando se lo reta. Se tira al suelo cuando se le niega algo que quiere. Nos dijeron que consultemos a un neurólogo.” “Juan tiene cinco años. Se niega a hacer lo que se le pide, dice a los gritos que no quiere obedecer y trata de imponer su voluntad todo el tiempo. Lo retamos, le pegamos y le ponemos penitencias, pero cada vez es peor. ¿Qué podemos hacer?” Y una escena en la calle: La mamá: “Cuando hablo con otro adulto no me interrumpas”. El nene, de cinco años (en el mismo tono de voz autoritario): “Y vos contestame cuando yo te hago una pregunta”. La mamá: “Me estás desafiando”. El niño: “Y vos me estás desafiando a mí”.
Son niños a los que antes se les adjudicaba “mala conducta” o “mala educación”. Algunos de estos niños fueron rotulados por diversos profesionales como “síndrome de déficit de atención con hiperactividad”. Otros, como “trastorno negativista desafiante” o “trastorno oposicionista desafiante”, una nueva clasificación que circula por los ámbitos de la salud y la educación. Otro “trastorno de época” con una supuesta “solución” de época. Así, algunos niños a los que se les pone este sello son medicados con antipsicóticos en dosis leves, para mejorar su conducta.
Nuevamente, como en el caso del trastorno por déficit de atención, nos encontramos con la descripción de una conducta frecuente en nuestra cultura, frente a la cual se arma una clasificación psiquiátrica y se supone un remedio mágico.
Por consiguiente, es una nominación que suele abarcar patologías y problemáticas muy diferentes. Desde las respuestas impulsivas y agresivas de un niño que siente que su psiquismo estalla frente a las exigencias del mundo, hasta las dificultades de otro que no tolera las normas: todos son ubicados del mismo modo. A la vez, es frecuente que estos niños susciten la hostilidad de los adultos. Es decir, no se lo piensa como una conducta que suscita preguntas, que dice algo, sino como algo a acallar. Consideradas como un cuadro psicopatológico o como respuesta a una educación permisiva, las conductas de los niños que se oponen a las reglas escolares y familiares se piensan como algo a silenciar más que como un llamado a escuchar.
Pero el comportamiento transgresor y desafiante de los niños de hoy no tiene que ver necesariamente con una falta de castigos o con actitudes demasiado permisivas de los padres. Sucede que los adultos presentan dificultades para sostener las diferencias niño-adulto, no pueden ser garantes de un futuro mejor y esperan que los niños los sostengan narcisísticamente. Así, generan actitudes y respuestas frente a las que luego se violentan. A estos niños se los ha imbuido de un poder omnímodo. Son los mismos adultos los que los han convencido de que son seres poderosos, de que deben cumplir ya con todo lo esperado y de que este cumplimiento les traerá satisfacciones inmediatas.
¿A qué se oponen los niños? ¿A qué se niegan? ¿Qué desafío está en juego? ¿Qué nos están diciendo con tanto “negativismo”? Es frecuente que los niños de hoy traten a los adultos como pares e intenten imponer su voluntad a toda costa. Pero hay determinaciones sociales, familiares e individuales que debemos tener en cuenta en la producción de estas conductas, que suelen denunciar dificultades en la estructuración narcisista.
Al considerar el comportamiento como algo estático, un trastorno que el niño trae y que es atemporal, no se toma en cuenta su sufrimiento. Estos niños, a su vez, suelen desmentir el dolor, justamente porque suponen que tienen que funcionar como poderosos y que si se muestran débiles quedan a merced de un tirano. Generalmente son sancionados, castigados, expulsados, lo que refuerza la idea de un mundo hostil y arbitrario.
Lo que aparece como conducta oposicionista-desafiante o negativista-desafiante puede responder a múltiples determinaciones, en las cuales tienen peso tanto el medio social como el familiar, así como el modo particular en que ese niño tramita sus vivencias.
Algunos niños no hay podido constituir ligazones que operen como inhibidoras del desborde pulsional y quedan a merced de la insistencia pulsional en una pura descarga. El otro fracasa como aquel que contiene y calma y el niño queda solo en un estado de enfrentamiento con todos, suponiendo que los otros son causa de su malestar. Esto suele confundirse con un funcionamiento “oposicionista”.
Así, un niño de diez años que insultaba a las maestras, le pegaba a la madre, totalmente desbordado por cualquier situación en la que tuviera que esperar su turno o ceder frente a otro, fue diagnosticado como trastorno negativista desafiante. En ese diagnóstico primó una idea de clasificar, sin dar cuenta de los mecanismos productores de sus desbordes. Estos se desencadenaban cuando aparecía una situación en la que se le presentificaba la idea de ser aniquilado o expulsado violentamente por el otro, lo cual lo llevaba a estados de desesperación donde las urgencias se transformaban en irrefrenables. La desesperación se incrementaba en el vínculo con adultos que se ubicaban como impotentes frente a los ataques del niño.
Oposición o dependencia
En tanto el niño teme depender del otro porque no lo considera seguro y supone que va a quedar a merced de él, de sus idas y venidas, el mostrarse autosuficiente y negarse a obedecerlo puede ser el modo en que intenta sostener un armado narcisista precario. En algunos niños, dominar al otro, someterlo a la propia voluntad, parece ser la única satisfacción posible. Ya no es la satisfacción erótica en el vínculo con el otro, el placer en la realización del deseo, sino el placer en el dominio del otro como objeto. Hay niños que se unifican en el “no” como modo de ser, como protección, porque si no se sienten arrasados por el avance intrusivo del otro. La dificultad radica en que pierden la percepción de sus deseos (algunos no la tuvieron nunca) y lo único que desean es oponerse al deseo del otro (lo que delata la dependencia). Al abroquelarse en el “no”, éste funciona como organizador que les permite sostenerse como diferentes.
Este funcionamiento suele traer dificultades para sublimar. Así, en lugar del juego o de actividades creativas estos niños buscan el poder por sobre todas las cosas. Ser el jefe de la banda es lo único importante.
El “no” formulado como “no quiero” implica tanto la posibilidad de poner coto al avasallamiento del otro como de reafirmar la autonomía. Los padres de un niño de cuatro años consultaron porque el chico regulaba todos los movimientos de la casa. Si él se oponía, no podían salir a pasear o a comer afuera: cuando no se hacía lo que él quería, respondía con escándalos. Podermos preguntarnos: ¿qué quería? Quizá dominar a los otros para no darse cuenta de que eran personas autónomas, separadas de él, situación que, cuando se hacía evidente, le acarreaba muchísimo sufrimiento. A la vez, estos padres se ubicaban en una lucha de poder con el niño, repitiendo con él la batalla cotidiana con un mundo vivido como demasiado exigente.
Depender de otro supone que uno puede perderlo. Estos niños intentan desmentir toda dependencia para evitar toda pérdida. Puede ocurrir que un niño tenga terror al abandono y desmienta por eso la necesidad de ese otro. Pero el resultado es que el objeto se le torna incontrolable, la separación no puede ser eternamente desmentida y permanentemente reciben heridas insoportables, en tanto esperan una fusión imposible.
Así, un niño que, por pegar a los otros niños y desafiar a los docentes, estaba a punto de ser expulsado del jardín de infantes, trae a las sesiones su sensación de injusticia, de no ser escuchado por los maestros, de quedar como culpable de todas las situaciones de un modo arbitrario. Está muy enojado con el mundo. Le propongo jugar a que él es el psicólogo. Acepta y juego a ser una niña que les pega a todos y a la que retan todo el tiempo. Yo voy diciendo lo que siento, lo injustos que son conmigo, cómo ninguno me escucha y cómo me dejan sola, y él va pasando de ser un adulto implacable, que sólo me reta, a transformarse en un director de escuela que dice: “Yo te creo; voy a ir con vos al recreo a ver lo que pasa, y si te molestan yo te defiendo”. Esta variación de posición en el juego le permitió ir modificando su lugar en el jardín, sintiendo que los adultos podían escucharlo y defenderlo. Pudo empezar a mostrar sus miedos, sus debilidades, y soportar la indefensión frente a los adultos.
Muchas veces la desmentida de la dependencia está sostenida por los adultos, que ubican al niño como todopoderoso frente a adultos impotentes. Lo que podemos denominar “idealización de la infancia” es uno de los factores sociales que inciden en las dificultades de los niños de hoy.
Los padres de una niña de tres años afirmaban que la niña era “terrible” y que en la casa rompía todo. Al relatar un episodio en que la niña había roto la mesada de la cocina, le adjudicaban una fuerza que no tenía. De este modo, la niña quedaba entrampada entre un poder omnímodo y ser la culpable de todo lo que ocurría, cuando era obvio que la mesada estaba quebrada desde antes y ella sólo había puesto de manifiesto ese quiebre. La niña –curiosa, con un lenguaje muy desarrollado y un excelente nivel de juego dramático– no obedecía y se enojaba frente a cualquier negativa a sus deseos. ¿Cómo iba a obedecer a adultos que se mostraban más débiles que ella? Una consecuencia era la confusión respecto de sus propias posibilidades y un estado de desesperación, del que intentaba salir a través del desafío.
* Directora de la Carrera de Posgrado de Psicoanálisis con Niños, APBA-UCES. Texto extractado del libro El sufrimiento psíquico en los niños. Psicopatología infantil y constitución subjetiva (ed. Noveduc).
 

Pediatras en alerta

“VIOLENCIAS ANTIGUAS Y VIOLENCIAS ACTUALES CONTRA NIñOS Y NIñAS”

“Sintetizo diversas prácticas violentas históricamente instaladas y enuncio algunas nuevas que enumeré pensando en las decisiones que actualmente deben asumir los pediatras”, explica la autora de este artículo.

 Por Eva Giberti *
Las violencias habituales que Occidente arrastra interminablemente resultan de la omisión o deficiente aplicación de políticas públicas y sociales destinadas a la prevención, asistencia y erradicación de la pobreza extrema y sus derivados que impiden educación, salud, vivienda, entre otras carencias; también forman parte de las violencias habituales el desconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos que sobrellevan púberes y adolescentes, así como las violencias culturales que padecen los niños transgéneros.
Sintetizo diversas prácticas violentas históricamente instaladas y enuncio algunas nuevas que enumeré pensando en las decisiones que actualmente deben asumir los pediatras, si bien los delitos contra la integridad sexual como la trata de personas que involucra a miles de niñas y adolescentes y la explotación sexual que compromete a otras tantas no formaran parte de la cotidianidad de todos los consultorios. En cambio, el consumo de sustancias psicoactivas asociadas con los delitos que acabo de mencionar no son infrecuentes en las consultas que se atienden en zonas del conurbano. La necesidad de consumir esas sustancias de-semboca reiteradamente en la explotación sexual comercial de niños y niñas que los pediatras atienden en las salitas barriales o ingresando en áreas villeras. Este comercio depende de adultos que incluyen con cierta frecuencia a familiares de los chicos.
Si, cumpliendo con la ley, los pediatras denunciaran a los rufianes de las niñas, ya que en oportunidades pueden localizarlos entre los miembros de la familia, puede suceder que la niña no vuelva a la consulta o que el pediatra, si trabaja en zona peligrosa, sea atacado.
Este fenómeno no es ajeno al mismo cuerpo de delitos que se encuentran en zonas urbanas clasificadas como pudientes, con otras características: no encontramos explotación sexual comercial, pero sí incestos y violaciones, que no añaden novedad a lo históricamente conocido. Lo que existe es consumo de sustancias psicoactivas inducidas prioritariamente por otros niños o niñas. La circulación de sustancias entre púberes y adolescentes forma parte de un fenómeno que el pediatra encuentra en cualquier consultorio e instaura el dilema ético respecto del secreto profesional: ¿advertir a los padres? Estos, aun estando presentes en la consulta, pueden no haber asumido que el hijo consume, pero el pediatra puede sospecharlo. Se denomina situación de riesgo, diferenciándolo del peligro. El chico está en peligro, pero lo asume como riesgo personal. Y si el pediatra conoce la Convención de los Derechos del Niño que tiene rango de Constitución Nacional se encuentra con el artículo 16: “Ningún niño será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, etc., ni de ataques ilegales a su honra y reputación”. O sea, no intervenir si el niño no quiere que el tema se mencione.
Este artículo de la Convención ha sido mal digerido por incontables adultos, quienes afirman que “ellos no les revisan sus cosas a sus hijos”, pero en la segunda parte del artículo 14 la Convención es clarísima: “Los Estados partes respetarán los derechos y deberes de los padres y en su caso, de sus representantes legales de guiar al niño en el ejercicio de su derecho, de modo conforme a la evalución de sus facultades”.
Es el pediatra el que se hace cargo de la sospecha del consumo, en tanto y en cuando se encuentra incluido en las violencias que el consumo y sus dealers desencadenan contra los chicos y las niñas.
Golpear o defensa de derechos
La cita de la Convención no es casual, porque su aparición en 1989 marcó un paradigma de la Modernidad al implementar jurídicamente los derechos de niños y de niñas, oponiéndose al paradigma tradicional que autorizaba a golpear y maltratar a los chicos, “para educarlos” o porque los adultos necesitaban hacerlo para ejercer su autoridad. El antiguo paradigma cae y se instala el que corresponde a los derechos del niño. Por paradigma entenderé “un conjunto de ideas o situaciones que reflejan algún tipo de peculiaridad”. Los paradigmas no sólo informan a nuestros pensamientos, también orientan nuestras percepciones y experiencias de la vida. Cuando una civilización se desplaza de un paradigma a otro se produce un cambio que compromete la esencia misma de nuestra vida y representa mucho más que un cambio de ideas. Junto con el paradigma que incluye los derechos de los niños surgieron los nuevos estilos paradigmáticos de los medios de comunicación, junto con la informática y la globalización. Ya no se pudo negar la violencia –internacionalmente reconocida– contra niños y niñas, violencias naturalizadas u ocultadas como los abusos sexuales, los incestos, las negligencias, los golpes y castigos feroces, aquello que “siempre fue así”, según la clasificación del imaginario social.
Sin embargo, ante las evidencias cotidianas de criaturas saturadas por los malos tratos y los abusos víctimas de pobrezas extremas, de enfermedades, infecciones, víctimas de pornografía y de tráfico (a veces con el argumento de la adopción), debemos asumir el fracaso de la puesta en acto de la Convención en tanto y cuanto instrumento que se esperaba fuese eficaz en los hechos y no solamente en la declaración de sus principios. Afirmación que relativizo debido a los permanentes esfuerzos de los organismos internacionales para resolver estas catástrofes que desembocan sobre el territorio de las niñeces.
Debemos añadir que ahora son los niños y niñas, inducidas por el ejemplo que los adultos proveemos quienes se filman a sí mismos violando a un compañero en un baño de la escuela o niñas que se suben a Youtube en intentos de ejercicios pornográficos, solitarias o acompañadas. O sea, la victimización recreada por sus protagonistas que se suponen dueñas y dueños de la situación y se desconocen como víctimas de un proceso cultural/moral y estético.
Modernidad no equivale a modernización
Cuando el paradigma transforma en denuncia las violencias contra los niños estamos en un paradigma de la Modernidad, diferenciándose del antiguo modelo que admitía las violencias como correctivas. Es decir, estábamos con el Viejo Modelo educativo O con los Derechos del Niño que es lo que propicia la Modernidad. Un modelo en lugar del otro. Pero ya no es así. U. Beck lo plantea claramente: en la Modernización, que no es equivalente a Modernidad, se producen ambas cosas a la vez. Es una estrategia aditiva, de suma y complementación: ejercer violencia contra los niños y niñas Y al mismo tiempo proponer la Convención de los Derechos del Niño. Lo cual constituye un Nuevo paradigma, propio de la Modernización, derivado de la Modernidad. La conjunción Y une lo que debió mantenerse separado; una vez que apareció la Convención quedaba a la vista “basta de violencia contra los chicos”, porque era la violencia antigua O los Derechos del Niño. Parecería que se hubiesen elegido los derechos del niño, pero las evidencias demuestran que no es así, porque las violencias contra ellos arrecian a la par de las reuniones internacionales en defensa de sus derechos.
El paradigma emergente
Podemos hablar del surgimiento de un paradigma emergente que es el que reconoce la realidad. El paradigma emergente se caracteriza porque reclama que nosotros logremos una nueva perspectiva que incluye una modificación de conciencia, mirándonos a nosotros mismos y advirtiendo lo que está pasando, escuchando las declaraciones internacionales, y las políticas de entrecasa, porque son necesarias. Pero no alcanzan. Parecería necesario reconocer la articulación conjuntiva que la Y propone como tránsito entre dos estilos culturales.
El cambio que propone el paradigma emergente reside en la posibilidad de resistirse a las repeticiones de frases, de quejas y de asombros ante lo que está sucediendo, empezando por reconocer la infinita soledad en que crecen niños y niñas desde muy temprano. Por ausencia o carencia de figuras tutelares. Parecería que es insuficiente el acompañamiento amoroso que precisa el desarrollo neuronal de los primeros tiempos de la vida y entonces los niños acuñan soledades y terrores por ausencia de adultos continentes. Es posible pensar que de este modo se facilita la aparición de personalidades borderlines y narcisistas carentes de empatía con los otros. O sea, algunas de las que priorizan los códigos violentos de la convivencia.
La idea de familia en la actualidad no responde a lo que nos enseñaron “debía ser”, aunque continúa persistiendo como necesidad básica del sujeto. Lo anticipé cuando escribí el libro Hijos del rock que de este modo adquiere actualidad. Será inútil pretender que vuelva a ser lo que nos contaron que era, salvando excepciones. Los padres actuales (generalización impropia) viven expuestos a situaciones traumáticas, algunos consumen sustancias y psicofármacos automedicados en busca de alivios, y estamos autorizadas a pensar que los hijos acumulan durante su desarrollo el estrés parental que registran (dicho sea simbólicamente). Lo que podría conducirlos a incorporar sin matices, priorizando lo excesivo de las situaciones habituales por las que atraviesan, sin contar con las defensas psicológicas adecuadas.
Terminar con los lugares comunes, repitiendo lo mismo
El paradigma emergente que mencioné como surgimiento de un modelo que un conjunto de filósofos actuales describe solicita sustituir la irritación, la desesperanza y la inmovilidad por un propósito esperanzador de cooperación en lugar de la autoridad centralizada. No se trata de reiterar las preocupaciones acerca de los chicos, sino confiar más en uno/a mismo/a, lo que significa resistirse a repetir los lugares comunes, dando cabida a los nuevos criterios que representan las nuevas realidades: hijos de la fertilización asistida, las madres lesbianas, las familias gays y un particular modo que tienen los niños y las niñas actuales de entender la autoridad de los adultos. Novedades que resultan ser violencias para nuestras maneras tradicionales de pensar y que, al desconcertarnos, nos irritan. El desconcierto de los adultos, por ejemplo ante el manejo de las nuevas técnicas informáticas, por parte de niños, niñas y adolescentes, genera un clima violento en relación con innumerables adultos, a los que les “sacan ventaja” cotidianamente. Comprobamos que hay maneras de vivir y estar en el mundo que no coinciden ni con lo que creíamos saber ni con lo que todos elegiríamos.
Al habernos trasladado desde un paradigma hacia otro, desde la Modernidad hasta la Modernización, los golpes contra los chicos O la Convención de los Derechos del Niño hemos transitado al Y. Es decir, la Convención Y la violencia contra los niños. Ensambladas. Nos sentimos absolutamente incómodos. Es el clima que están registrando los pediatras por ser quienes están en el inicio, los que develan aquello que están atendiendo de una manera distinta, desde otra preocupación.
El fenómeno demanda un cambio de conciencia, no una manera de juzgar y criticar. Lo que significa una revisión ética y personal sobre sí mismo cuando no sabemos qué hacer con las lesbianas que se instalan como dos madres y a los hijos de fertilización asistida a los que han empezado a decirles que en su concepción intervino un señor que no sabemos quién es. Y a quien el niño se parecerá cuando crezca.
Ahora tenemos que yugular las distintas formas de violencia sabiendo que estamos involucrados en los que les sucede a los chicos; porque estamos profundamente interconectados con la gestación de esas violencias puesto que el cambio ha incluido prácticas violentas contra los niños de diferentes modos. Sin duda alguna, hay que oponerse y los pediatras son protagonistas privilegiados, pero sin pretender que todo vuelva a ser como antes. Porque aquel tiempo de antes ya partió. Se trata de una mirada alejada de la imbecilidad que insiste en hablar de “la niñez” sin cotizar las violencias que les imponemos.
En la intersección de familias con características propias, de escuelas exprimidas por el conflicto laboral cotidiano y de niños testigos y aprendices de lo que les mostramos, los pediatras se mueven como un salvoconducto para estos niños y niñas mientras los acompañan. Es un quehacer distinto porque no había sido ésa la pretensión inicial de la pediatría. Pienso que ahora es así como sucede.
* Comentarios para la IX Jornada Metropolitana de Pediatría, abril de 2011. Tema: Violencias antiguas y violencias actuales contra niños y niñas.